Sunday, 7 August 2011

Nepal

Cruzamos la frontera en rickshaw dejando India atrás. Así llegamos a un Nepal que pareció idílico.

Nepal rural: serenos jardines de Lumbini (pueblo natal de Buda), calles transitables, el aire limpio y tanto espacio libre en comparación con India. Y luego Pokhara: cañones enormes, montañas nevadas, ríos caudalosos, lago limpio, mosquitos inclementes con nuestra dulce sangre nueva. Tan bien que estábamos ahí y nos dio por irnos para la capital. Entonces Katmandú: tumultos de gente otra vez, edificaciones tipo pagoda, casas con balcones de madera, callecitas estrechas de edificios altos y decrépitos (por donde a veces se cuela la luz) y gringos al cien, turistas visiblemente blancos por todos lados, de todos los tamaños y denominaciones concentrados – eso si – en el mismo distrito (Thamel) donde llegamos nosotros tres, visiblemente sucios y hambrientos al final de una tarde lluviosa después de mil horas en bus desde Pokhara.

Y como si la de templos que nos hicimos en India no hubiera sido suficiente, en Katmandú nos dio por visitar otro par. Templos de esos que tienen escaleras “descorazonadoras” de las que el libro de guía no hace mención. El tipo de escaleritas estrechas que uno NO escogería ver al medio día con 35 grados centígrados cuando lleva de la mano a una criatura a la que hay que seguir estimulando a como dé lugar para que no mencione la palabra cansancio. Después de diez minutos de escalada vertical cuando ya no vale la pena devolverse uno se da cuenta que los otros que suben son peregrinos, que tienen sus buenas razones para subir. Cuando se corona el templo budista, las caras de los fieles, y los ritos que se ven arriba justifican de más el ascenso.


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Lo que más me impactó en Katmandú fue uno de sus templos vivos, el Kumari. Se llaman así porque están habitados por deidades de carne y hueso. Justo en el centro, dentro de Durbar Square, hay una casa cuadrada de madera oscura, asiduamente visitada por turistas. La casa está actualmente habitada por una nena de seis años y sus cuidanderos. La niña, que representa una deidad local, y que fue seleccionada a los tres años entre muchas otras por poseer ciertos atributos particulares, tiene restringidas sus apariciones en público, solo sale de su casa en ocasiones religiosas especiales. Su estatus de deidad acabará al llegar a la pubertad, cuando tendrá que abandonar la casa para que entre la nueva diosa. Al irse le darán una pensión mínima para el resto de su vida. Lo triste de esta historia es que estas ex diosas, tan acostumbradas a ser veneradas de niñas, terminan sus días solas ya que por superstición se cree que los hombres que se enamoren de ellas morirán jóvenes. Valiente reinado!

De Katmandú salimos nuevamente para India, solo para hacer el vuelo de conexión que nos llevaría a Bangkok la capital de Tailandia donde nos esperaba la comodidad y el buen gusto de un boutique hotel que nos escogieron nuestros amigos Andy y Anke como regalo de cumpleaños. Y Tailandia, señoras y señores, es una fiesta!

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