
Debe ser muy difícil ser mujer pobre en India pensaba yo cada vez que veía a las mujeres en las provincias del norte de la India detrás de bambalinas orquestando el show que protagonizan los hombres. Solas, y casi siempre con las caras cubiertas las vi de lejos: limpiando platos en los patios traseros de los restaurantes, barriendo calles, cargando cemento en platones que balancean en sus cabezas o ladrillos en bolsas sobre la espalda con manijas que se tiemplan en la frente. Del otro lado estaban los hombres: ágiles y parlanchines sirviendo a los clientes en los negocios; dinámicos manejando carros, motos y bicicletas en las mismas calles que ellas van barriendo en silencio, o casi estáticos levantando paredes sin prisa con los mismos ladrillos y el cemento que las mujeres-hormiga les traen. Ellas siempre haciendo los trabajos más precarios.
Pero había otros tipos de mujeres. Vi a muchas caminando por ahí rozagantes y sonrientes, envueltas en saris preciosos paseando por entre los bazares, claro que siempre haciendo parte de un grupo familiar, o tomando parte de ceremonias religiosas públicas, casi nunca solas o con amigas. El contraste es grande especialmente en las zonas rurales donde se ven grupos de hombres – sin niños ni esposas – conversando bajo la sombra de árboles frondosos. Los grupos de mujeres que vi por el campo, regresaban en fila por la orilla de la carretera y bajo el sol, después de la primera jornada de trabajo rumbo a sus casas donde seguro las esperarían las labores domésticas, los niños.
Todas mis apreciaciones acerca de las mujeres en India son simples observaciones que carecen de la profundidad que dan el tiempo y la convivencia con una comunidad, sin embargo entre más me fijaba en sus roles más descubría aspectos de la cultura que – a ojo limpio – parecen ser poco favorables para ellas. En Varanasi conocí a una mujer de 26 años con la mitad de la cara, el cuello y el pecho quemados. Vendía abanicos y tarjetas postales a las orillas del Ganges. Después de conversar con ella un par de días seguidos, me contó que la había quemado su marido, y me repetía como queriendo agregarle peso a la historia, que era un hombre muy malo, como si las huellas de las quemaduras no hablaran por sí mismas, un hombre tan malo que no contento con destruirla a ella también acabó con sus tres hijas.
Y es que tener hijas tampoco está muy bien visto en India. Hay un dicho tradicional para las mujeres embarazadas “Ojalá seas madre de cien varones” porque las niñas hay que casarlas y al casarlas hay que pagar un “dowry” (dinero o bienes materiales). El dowry lo iniciaron las familias ricas como una muestra de su poder económico, pero pronto las clases medias y bajas y la mayoría de las castas lo adoptaron. El dowry termina siendo una carga para la familia de la novia que adquiere deudas enormes para mantener viva una tradición que los esclaviza desde el mismo momento de la concepción. A finales de siglo 20 muchas parejas en las grandes ciudades optaron por realizar exámenes médicos para averiguar el sexo del feto. Si era niña en muchos casos el embarazo se terminaba antes de tiempo. Las familias de las zonas rurales optaban por dar a luz a las niñas y luego “ponerlas a dormir” administrándoles sustancias venenosas.
Hablando con la vendedora ambulante a las orillas del Ganges y viendo sus quemaduras que le daban un aire tristísimo, entendí que en el inconsciente colectivo de ese país aún ronda el fantasma del Sati (las mujeres que se arrojaban a las hogueras donde cremaban a sus maridos para que con su sacrificio se borraran los pecados de sus maridos). Aunque la práctica como tal fue abolida en el siglo diecinueve, en los ochentas una mujer de 26 años acabó en la hoguera donde cremaban a su esposo bajo la mirada de su familia política que no hizo nada para detenerla, muchos aseguran que murió contra su voluntad. El hecho es que la relación entre el fuego (sagrado, purificador, ceremonial) y la psique India es inseparable. En el Ramayana, Sita (la mujer del héroe Rama) se arroja al fuego después de infructuosamente tratar de convencerlo que su castidad sigue intacta a pesar de haber sido raptada por el enemigo. Rama la rechaza, ella no puede con su desprecio y se arroja al fuego. Pero los dioses la salvan (otra vez la religión siendo guardiana de la castidad femenina) y Rama la perdona. En el lugar donde murió la joven de 26 años se erigió un centro de peregrinación donde miles de visitantes llegan a exaltar su virtud.
Un mes es muy poco tiempo para sacar conclusiones acerca del estado de las mujeres de ese país, mucho más aun cuando las consideraciones vienen de parte de una turista con una limitada bibliografía y poquísimo contacto directo con las mujeres ahí. Sin embargo hay otros referentes con los que inevitablemente uno termina estableciendo comparaciones, y en ese caso India sale mal librada.
A fin de cuentas creo que mi frustración con lo que vi tiene mucho que ver con mi experiencia de visitante. En los ocho hoteles en que dormimos en la India no tuvimos ni una anfitriona, en ninguno de los muchos restaurantes en que comimos vimos a una sola mujer trabajando, en ningún tren compartimos cabina con una mujer viajando sola, en ninguna agencia de viaje nos atendió una mujer. Puede que sea todo coincidencia y que la realidad sea muy diferente… Ojala sea así porque para mí antes India tenía identidad femenina, ahora ya no sé.
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